sábado, 21 de diciembre de 2019

Cuentos y poemas ganadores del Tropos Literato 2019

En el brindis del Departamento, los jurados anunciaron les ganadores y las menciones de este año que ya se va. ¡Felicitaciones a les seis!
Queremos agradecerles a todes les que participaron del concurso, enviando sus obras y, también, muy especialmente, a los jurados que, desinteresadamente, aceptaron nuestra propuesta y brindaron parte de su tiempo para llevar adelante esta bella tradición de Lengua y Literatura.
Queremos contarles, además, que este año hemos podido sumar a une estudiante como jurado para cada categoría.
En breve, compartiremos en el blog las obras.
Categoría: CUENTO
Jurados: Gabriela Kriscautzky, Camila Roccatagliata y Anabella Azpeitia.
Ganador: "Chicatelles" de Diego Di Tirro.
Mención: "Clavo, que te clavo la escalera" de Franco Carbone Costa.
Mención: "La casilla" de Florencia Ricardi.
Categoría: POESÍA
Jurados: Fulvio Franchi, Elisa Salzmann y Guido D'Elía.
Ganador: "Reescritura" de Teresa Gerez.
Mención: "Ejercicio de traducción" de Pablo Carrazana.
Mención: "Me guardé un libro de poemas" de Carlos Sampedro.

Poesía
1er premio: Reescritura de "El riesgo" de Anne Sexton de Teresa Gerez

Tengo que poner en orden este jaleo
que provocaste con tu suicidio
Pasó todo eso que dice el poema de la Sexton
con la pava la aspiradora
(menos mal que no tengo mascota)
Los fantasmas me escribían sus nombres
en el espejo del baño
y se rompieron las ventanas

Ahora me preocupan madre y padre
y sus corazones respectivos
¿Mi hermano? Él junta pedazos de pinturas
y arma el rompecabezas de su mente
(al menos allá hay jardín para fumar)
¿Yo? Me lavo las lágrimas con el agua del inodoro
porque estallé el significado
(Incluso hace unos días vino mi ex, borracho
con la cola entre las piernas, a la deriva)

En fin queda la poesía
donde poner el corazón, los huevos
¿Hace falta decir “esta vida que me pesa”?
(dicen que el riesgo país se fue al carajo)
Me enrollo en el sofá
No quiero sentir nada más por hoy/por ahora

Mención: "Ejercicio de traducción" de Pablo Carrazana 

I
Traduzco oraciones
del latín
no comprendo
del todo
el mecanismo lento
de la transformación
de los signos

hay cosas que son
imposibles de definir.

II
Soy consciente de mi labor
del material
con el que trabajo
su alquimia secreta

su facilidad para hacer
y para deshacer.

III
El ejercicio es tedioso
cada declinación
es un nuevo ritmo
que se impone
no deja ver la idea

dispersa en hileras
son hormiguitas
caminan sobre la hoja
cargan sentido
sobre su propio peso.

IV
Quisiera poder aplastarlas
quisiera poder atraparlas
por lo menos así entendería
si éstas palabras
son un testamento
un poema
una carta de despedida.

V
Esta lengua muerta oculta
palabras cuya belleza luminosa
es capaz de recuperar
lo perdido

¿acaso esto que siento
se podrá transcribir?

VI
Me aferro
al diccionario
mi frágil talismán
contra lo peligroso
de traducir palabras
que sean capaces
de herirme.

VII
La última oración
se tradujo sola
un acto simple
y fatal volcado
en la hoja blanca

Mención: "Me guardé un libro de poemas para el verano" de Carlos Sampedro

Me guardé un libro de poemas para el verano
Hice la reserva en julio
y atravesé varias tentaciones por los desiertos
de septiembre
octubre
y noviembre

Mientras chupaba
el ácido de jugosos limones
imaginaba el aroma de las montañas
aquellas que siempre
con voz sagrada
me piden que vuelva
a sus descansos de escalera
hechos con matas de pasto
y milagros

Me guardé un libro de poemas para el verano
Lo compré en el más absoluto invierno
con una contractura en el omóplato derecho
que crujió
cuando extendí mi mano para darle el dinero
al librero.

Hoy, por fin, la sensación térmica es de 36 grados.

Cuentos
1er premio: "Chicatelles" de Diego Di Tirro.

Todos siempre me dijeron que no. Pero yo estoy seguro que desde que la tía Juana no volvió a los almuerzos, ellos disfrutaron de las reuniones mucho más, y me animo a decir que estuvieron más contentos también. A mí, la tía Juana me generaba una confusión inigualable. Bien merecido tenía algunos calificativos con los que se referían a ella y que a los más chicos nos hacían casi una imagen monstruosa de todo su ser. De eso ahora no tengo dudas. Agreta, malvada, demonio, se escuchaba vociferar a otras tías y algunas primas mayores mientras la tía Juana llegaba a las reuniones haciendo resonar con sus lentos pasos, el ruido seco de su bastón. Los varones de la casa la ignoraban sin siquiera mostrar un mínimo gesto de cordialidad. Sin embargo, y si bien no sentía por la tía Juana una atracción en extremo cariñosa, yo me acercaba a ella de modo agradable y respetuoso.
Si nos pedían a los niños que sirviésemos algo, yo le preguntaba a ella si quería. Cuando el fulbito con los primos se acercaba a la mesa de los grandes, pateaba la pelota bien lejos para que la tía Juana no recibiese ningún pelotazo. Me era ineludible su presencia. Tal vez, eran vanas formas que encontraba para devolver las atenciones que tenía para conmigo. Al llegar, siempre me tocaba la cabeza y me preguntaba cómo estaba, en los almuerzos me cubría para que probase el vermú que tomaban los adultos y en ocasiones especiales hasta me regalaba chocolates que yo luego probaba escondido en alguna habitación. Lo cierto es que a la tía Juana no la toleraba nadie y esto a mí me causaba un poco de lástima y ternura.
La tía Juana era una mujer de gran porte. De gran porte y volumen. Llamo a la obesidad que padecía como un aspecto cualitativo y característico de su fisonomía, pero no un motivo de burla pese a que así lo entendían algunos de los primos. Usaba unos zapatos muy chicos y unas medias de tela cortas que apretaban sus pantorrillas que parecían reventar. Ni observando detalladamente se encontraban sus rodillas. Es entendible que una vez que se sentaba, permaneciera ahí hasta que terminara la reunión. Como clavada a su sombra, pasaba horas comiendo y contestando a quien osara compartir una confidencia, una anécdota o un postre. Así, sentenciaba a juicio propio sobre temas de irrelevante trascendencia; que Sonia iba a morir solterona o que a Liliana, ese vestido a cuadros que usaba los domingos le quedaba ridículamente espantoso (incluso cuando a mí, me resultaba agradable), son pequeños ejemplos de lo afiladas que podían ser sus opiniones. No tardaban en llegar las peleas una vez que la tía Juana emitía su parecer. 
Los niños se mantienen al margen de ciertas discusiones absurdas que son propias de los adultos y esto me permitía sostener un vínculo afectivo con ella. La única cuestión que me enfrentaba a la tía Juana era su desprecio desmedido e injustificado por los chicatelles que preparaba Esther, una de sus cuñadas. Cada vez que se servían los chicatelles rezongaba por lo bajo o gruñía a viva voz que esa era una burda comida de pobres y que nuestra familia estaba condenada por tener que comer esas pastas berretas que eran lo peor de lo que se habían traído de Italia. Parecía no advertir que era alrededor de los chicatelles cuando toda la familia se reunía y el trabajo casi romántico que hacía Esther desde la madrugada, arrastrando uno a uno en la mesa espolvoreada de harina, los miles que se servirían en el almuerzo. No es exagerada esa cantidad ya que los chicatelles son similares a un gusanito de largo como el ancho de un pulgar y entran cientos en cada porción. Los días de chicatelles, generalmente domingos al mediodía, Esther cocinaba para una treintena de personas y así tocaba límite mi complicidad con la tía Juana. Para mí no hay ceremonia más digna de ser festejada que los almuerzos con strascinati, como le dicen en Italia. Y no afirmo esto por la reunión familiar o la tradición que íbamos aprendiendo sino por el sabor irrepetible de los chicatelles de Esther. Para la tía Juana era casi un castigo. Mi comprensión no basta para entender esto que le pasaba. Tampoco llegué a preguntarle por qué repudiaba tan vehementemente una comida que por lo menos era barata y permitía que comiese mucha gente, si era una posible alergia o tal vez algún mal recuerdo. Así y todo, bastante más que un motivo de rechazo conseguiría en el tercer domingo del mes de mayo del año 67.
El clima alegre del mediodía soleado lo cortó Constantino, un hermano de Esther, cuando contó que había cerrado la pollería donde trabajaba. Entre muchas preguntas y su explicación sobre un posible trabajo en un almacén, la tía Juana se explayó sobre lo tonto e inútil que era Constantino y sobre cómo seguramente sus hermanos iban a tener que mantenerlo. Esto devino en un abrumador griterío y un sinfín de discusiones que los más chicos presenciábamos desconcertados mientras esperábamos la comida. Un breve lapso de calma llegó cuando sirvieron los chicatelles. Duró poco, a los escasos minutos, cuando ni siquiera el vino se había volcado en los vasos, el silencio se interrumpió con unos ruidos guturales de la tía Juana. Al unísono, todos los cubiertos cayeron sobre la mesa y algunos tíos se pararon y fueron a su lado. La tía Juana abría la boca como queriendo hablar y su pecho daba unos saltos a ninguna parte. La tos era muda. Su piel comenzó a enrojecer, sus ojos se abrieron bien grandes y parecían querer escaparse de su cara, sus brazos, rígidos, sacudieron todo lo que había en la mesa. De un golpe fuerte desparramó la bandeja de chicatelles haciendo bailar la harina, los huevo y el tuco al son de la desesperación. Constantino golpeaba su espalda, mi primo Néstor la ventilaba y otros salieron a la calle a buscar un médico. Esther le quería dar agua pero era en vano. Las primas de mi edad, asustadas, se alejaban de la mesa. A mí, en cambio, me atrajo su oreja que parecía contraerse; quise acercarme observándola, suponiendo que algunos chicatelles le salían del orificio de su tímpano. Ahí nomás me corrieron de un sacudón pero pude ver cómo la tía Juana se quedó quieta. El color de su piel fue aclarando nuevamente, tanto que pude verla más blanca de lo que nunca la había visto.

Mención: "Clavo, que te clavo la escalera" de Franco Carbone Costa

Sucedió hace mucho tiempo, pero me acuerdo perfectamente. Nunca supe cuánta gente vivía en el edificio. Siempre me cruzaba a las mismas personas. 
Todos los días, casi religiosamente, nos encontrábamos en el ascensor a eso de las 06:45 Hs. el Sr. Peaks, que bajaba de alguno de los pisos más altos, la señora Viviana, que vestía pollera y camisa -incluso en invierno-, Naty con su mamá y la mochila carrito, el Sr. Amaya con el mameluco siempre manchado de pintura y el Sr. Rivero, un gordo que vestía zapatos negros y camisa a rayas con tiradores. Mi madre y yo subíamos en el quinto piso junto con Rivero. El ascensor era espacioso, entrábamos bien.
La rutina era más o menos la siguiente: Salíamos con mi madre del departamento y un segundo después aparecía Rivero, que, con cara de dormido, nos decía “buen día”, al tiempo que repasaba: “maletín, llaves, celular, los papeles de...”, mientras se palpaba. En eso, con un simpático “tin”, llegaba el ascensor y la puerta plateada se abría. Y ahí estaban: al fondo, el Sr. Peaks; al lado, la señora Viviana; unos centímetros más adelante, el Sr. Amaya; y, por último, Naty y su mamá. El Sr. Rivero, por cortesía o por costumbre, siempre nos dejaba pasar primero. A eso le seguían unos inaudibles saludos matinales. Pero -es cosa conocida- la continuidad de toda rutina pende de un hilo. 
Una mañana de invierno, después del receso escolar, sucedió algo extraño. 
Como todos los días, la puerta del ascensor se abrió en el quinto piso. El Sr. Rivero nos dio paso a mi madre y a mí y luego enfiló él, pero se detuvo súbito. Ahora, miraba el piso del ascensor, específicamente, la distancia que había entre los pies de mi madre y el borde del ascensor. “¿Qué pasa, olvidó algo?”, preguntó el Sr. Amaya. “No, es que... no entro”, dijo al fin el Sr. Rivero. Luego bajó la cabeza, esbozó una sonrisa triste y, mientras la puerta se cerraba sola, dijo “Bajen. Bajen. Voy por la escalera”. Adentro estábamos todos conmovidos. Mi madre puso en palabras lo que todos pensábamos: “Pobre... está gordo”. El único que no pareció darse cuenta de la situación fue el Sr. Peaks. Su expresión era siempre la misma, como si la vida pasara a un costado suyo. Por su parte, el Sr. Rivero no volvió a intentar usar el ascensor. Acaso por vergüenza, a partir de aquel día bajó por las escaleras. No obstante, tiempo después, sucedió algo que, de alguna manera, lo reivindicaba.
La puerta plateada se abrió en el quinto piso a eso de las 06:45 Hs. Mi madre me empujó adentro del ascensor mientras saludaba a la mamá de Naty y dio un paso hacia adelante pero, curiosamente, no había más lugar. “Bueno, bajo por la escalera”, resolvió ella sin darle importancia a lo sucedido. Aunque, recuerdo que aquel día, mientras íbamos a la escuela, me decía: “Seguro que es Viviana. Está cada día más redonda. No se cuida nada. Y además Naty con esa mochila gigante... Claro, cómo vamos a entrar”. Sea lo que fuere, lo cierto es que mi madre en el ascensor de las 06:45 Hs. no entró más. Por aquellos días, el Sr. Rivero llamó a los técnicos de ascensores, quienes revisaron la máquina con minuciosidad ante él y el portero. Pero el ascensor estaba en perfectas condiciones. No había nada que arreglar. El problema era espacial. Aquella tarde, cuando los técnicos se fueron, el portero miró a Rivero y Rivero al portero. Nadie dijo nada. A pesar de esto, a mí me resultaba cada vez más difícil hacerme lugar dentro del ascensor. 
Recuerdo que los últimos días que quise entrar tuve que empujar como quien quiere entrar al subte en hora pico. Hasta que cierta mañana, naturalmente, desistí: “Bajo por la escalera”. Y me di cuenta de que esta frase ya empezaba a tener la inexplicable omnipresencia que tiene la “canción del verano”. 
Conforme pasaron los días, por supuesto, la escalera se pobló. Al Sr. Rivero, a mi madre y a mí se nos unió, primero, el Sr. Amaya, luego, Naty con su mamá y, por último, Viviana, que lanzaba improperios al aire escalón tras escalón. No había nada que hacer, en el ascensor no había lugar para nadie. Bueno, para casi nadie. Recuerdo la primera mañana que nos encontramos los escaleros en la planta baja a eso de las 06:46 Hs. Nos detuvimos en el hall de entrada cuando escuchamos “tin” y miramos con recelo, o con bronca, la puerta plateada que se abría. Ahí estaba, impoluto, el Sr. Peaks. ¡Con decir que tenía lugar hasta para acomodarse la bufanda!
El Sr. Peaks dio un paso. Todos esperábamos que dijera algo o nos dirigiera algún gesto de compasión. Pero tal cosa nunca sucedió, ni ese día ni los sucesivos. El ascensorero dejó el edificio sin mirarnos siquiera, como si no existiéramos. 
Y pienso hoy, miren cómo son las cosas, que quizás era verdad, quizás no existíamos.

Mención: "La casilla" de Florencia Ricardi

Se aproxima hacia la hornalla y abandona la cacerola sobre ella; la llama violenta dilucida su cara apenas recubierta por una delgada capa de vello. Aunque Damián recuerda con una claridad casi perfecta que el primer tren pasa a las cinco y catorce a.m., prefiere mirar una última vez la planilla que Eduardo le había entregado antes de partir. La evocación de ese nombre lo sacude tímidamente; se concentra sin desearlo en el cuerpo fornido, los brazos ágiles, la voz seca. Aquel hombre tantas veces contemplado con furor, incluso con descaro, tantas veces diseccionado hasta el hartazgo con el pensamiento, seguía siendo quizás el mayor extraño. “Nunca me explicás nada” le había reprochado el día que le ofreció trabajar en la casilla. Eduardo no lo miraba, su atención se extendía hacia el exacto punto en que las vías se pierden en el horizonte.
Damián había asistido a ese extraño lugar sin haber arriesgado una suposición; ahora le parecía absurdo todo el asunto, los dos mudos en ese cuartucho minúsculo suspendido a cinco metros del suelo. “Podés traer tus cosas acá; ya sé que no se ve muy acogedor, pero cuenta con lo necesario para poder vivir.” ¿Por qué se empeñaba tan diligentemente en ayudarlo? ¿Y por qué él se había acostumbrado tan devotamente a ser ayudado? Eduardo se abocaba a explicar los quehaceres de un guardabarrera. Cada frase pronunciada en un tono grave y llano parecía esforzarse en eludir los potenciales matices de la voz; aún no lo miraba. Damián intentaba imaginar cómo una persona como Eduardo podría haber conseguido ese trabajo. Y sin embargo, ¿qué significaba decir “una persona como Eduardo”?
Una luz lo alarma, instintivamente consulta el reloj. El murmullo del rocío revela la vulnerabilidad de la madrugada. Un frío tenaz traspasa cada poro del recinto; los tibios recuerdos se deslizan como una manta sobre sus hombros. “¿No se te ocurre pensar que me gustaría saber qué estoy haciendo con mi vida?” Eduardo continuaba de espaldas, sorbía con lentitud su café negro. “Pensé que había quedado claro, Damián. La curiosidad destruye todo.” Siempre lo había castigado por buscar las palabras precisas, por enunciar, por intentar eludir el misterio. Con su indiferencia parecía sugerirle que ninguna cualidad se adivinaba detrás de frases pulposas. Era un afán que por mucho tiempo Damián había considerado valioso por su exigencia de materialidad, por su desapego a las formas vacuas, pero ahora, mientras entrecerraba lo ojos en busca de alguna luz insinuante del otro lado del cristal, ya no estaba tan seguro. Sólo lograba concentrarse en la nuca de Eduardo hundida en su campera de cuero. Faltan aún quince minutos para que pase el tren; el agua ya casi hierve. Retira la cacerola, aunque la hornalla permanece encendida. Mientras ceba el primer mate es arrastrado por el torbellino que lo conduce, indefectiblemente, hacia una hoja en blanco.
Es preciso deshacerse de la mirada acostumbrada con la cual examinamos a una persona cercana a nosotros. Mientras más creemos conocer a alguien, más perezosos nos volvemos al momento de apreciarla, y sólo nos volvemos capaces de distinguir aquello que nos confirma nuestra seguridad sobre el otro; todo lo demás permanece en la sombras. Es como si nuestra mente solo fuera permeable a los gestos, las actitudes, las palabras fácilmente reconocibles, y rechazara todo lo que pudiera desafiar la imagen que cobijamos como un talismán.
El tren pasa en nueve minutos; Eduardo nunca había hablado demasiado. Conservaba esa mirada opaca con la que creía elaborar un lenguaje único y transcendental. Pero ¿acaso podrían faltarle las palabras? ¿Qué expresaban realmente esos ojos pardos? Una envidiable confianza en su propia potencia. ¿Aunque era posible haber visto en ellos la terrible marca del escepticismo? La clase de escepticismo que diluye la sangre, que apaga el color de los objetos, y que nos entrega a la trampa de la circularidad de la acción. Eduardo siempre había estado en movimiento, y consecuentemente, parecía incapaz de gestar una raíz, o incluso, de detenerse. ¿Acaso sus actos tan limpios, tan cincelados, podían ser el burdo producto de una huida?
Mientras ceba su tercer mate, Damián recuerda una tarde perdida entre meses uniformes, ambos sentados ante la barra de un bar cercano al puerto. “¿Hay algo en el mundo que enserio pueda preocuparte?”. Era la primera frase con la que Damián se atrevía a quebrar el silencio que se asentaba a su alrededor junto al aplomo del crepúsculo. Eduardo se volteó para mirarlo y ensayó una extravagante mímica alzando el vaso casi vacío. “Tu error es creer que puedo decírtelo, como si estuviésemos hablando del sabor de este wiscky.” Eso fue lo último que dijo hasta la despedida; antes de echarse andar, Damián reptó hasta su oído y susurró con aspereza: “Siempre me resultó terriblemente irritante tu desconfianza en las palabras.”
¿A partir de qué gestos podemos crear un retrato genuino de una persona? ¿Es más cierto el instante de distracción, o la pose moldeada durante toda una vida de miedos? ¿Es necesario buscar la herida? El tren pasa en dos minutos. Damián se aproxima y abre la ventana empañada; el aire helado lo mantiene alerta. Espera el tren como quien aguarda una señal redentora. Quizás, secretamente, espera ver a Eduardo sentado en el asiento del conductor.

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