sábado, 21 de diciembre de 2019

Agradecimiento a Añosluz

Queremos expresar nuestro agradecimiento a Añosluz editora por la donación de los premios para nuestro concurso.
 

Les dejamos aquí sus redes para que puedan seguirla:

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Cuentos y poemas ganadores del Tropos Literato 2019

En el brindis del Departamento, los jurados anunciaron les ganadores y las menciones de este año que ya se va. ¡Felicitaciones a les seis!
Queremos agradecerles a todes les que participaron del concurso, enviando sus obras y, también, muy especialmente, a los jurados que, desinteresadamente, aceptaron nuestra propuesta y brindaron parte de su tiempo para llevar adelante esta bella tradición de Lengua y Literatura.
Queremos contarles, además, que este año hemos podido sumar a une estudiante como jurado para cada categoría.
En breve, compartiremos en el blog las obras.
Categoría: CUENTO
Jurados: Gabriela Kriscautzky, Camila Roccatagliata y Anabella Azpeitia.
Ganador: "Chicatelles" de Diego Di Tirro.
Mención: "Clavo, que te clavo la escalera" de Franco Carbone Costa.
Mención: "La casilla" de Florencia Ricardi.
Categoría: POESÍA
Jurados: Fulvio Franchi, Elisa Salzmann y Guido D'Elía.
Ganador: "Reescritura" de Teresa Gerez.
Mención: "Ejercicio de traducción" de Pablo Carrazana.
Mención: "Me guardé un libro de poemas" de Carlos Sampedro.

Poesía
1er premio: Reescritura de "El riesgo" de Anne Sexton de Teresa Gerez

Tengo que poner en orden este jaleo
que provocaste con tu suicidio
Pasó todo eso que dice el poema de la Sexton
con la pava la aspiradora
(menos mal que no tengo mascota)
Los fantasmas me escribían sus nombres
en el espejo del baño
y se rompieron las ventanas

Ahora me preocupan madre y padre
y sus corazones respectivos
¿Mi hermano? Él junta pedazos de pinturas
y arma el rompecabezas de su mente
(al menos allá hay jardín para fumar)
¿Yo? Me lavo las lágrimas con el agua del inodoro
porque estallé el significado
(Incluso hace unos días vino mi ex, borracho
con la cola entre las piernas, a la deriva)

En fin queda la poesía
donde poner el corazón, los huevos
¿Hace falta decir “esta vida que me pesa”?
(dicen que el riesgo país se fue al carajo)
Me enrollo en el sofá
No quiero sentir nada más por hoy/por ahora

Mención: "Ejercicio de traducción" de Pablo Carrazana 

I
Traduzco oraciones
del latín
no comprendo
del todo
el mecanismo lento
de la transformación
de los signos

hay cosas que son
imposibles de definir.

II
Soy consciente de mi labor
del material
con el que trabajo
su alquimia secreta

su facilidad para hacer
y para deshacer.

III
El ejercicio es tedioso
cada declinación
es un nuevo ritmo
que se impone
no deja ver la idea

dispersa en hileras
son hormiguitas
caminan sobre la hoja
cargan sentido
sobre su propio peso.

IV
Quisiera poder aplastarlas
quisiera poder atraparlas
por lo menos así entendería
si éstas palabras
son un testamento
un poema
una carta de despedida.

V
Esta lengua muerta oculta
palabras cuya belleza luminosa
es capaz de recuperar
lo perdido

¿acaso esto que siento
se podrá transcribir?

VI
Me aferro
al diccionario
mi frágil talismán
contra lo peligroso
de traducir palabras
que sean capaces
de herirme.

VII
La última oración
se tradujo sola
un acto simple
y fatal volcado
en la hoja blanca

Mención: "Me guardé un libro de poemas para el verano" de Carlos Sampedro

Me guardé un libro de poemas para el verano
Hice la reserva en julio
y atravesé varias tentaciones por los desiertos
de septiembre
octubre
y noviembre

Mientras chupaba
el ácido de jugosos limones
imaginaba el aroma de las montañas
aquellas que siempre
con voz sagrada
me piden que vuelva
a sus descansos de escalera
hechos con matas de pasto
y milagros

Me guardé un libro de poemas para el verano
Lo compré en el más absoluto invierno
con una contractura en el omóplato derecho
que crujió
cuando extendí mi mano para darle el dinero
al librero.

Hoy, por fin, la sensación térmica es de 36 grados.

Cuentos
1er premio: "Chicatelles" de Diego Di Tirro.

Todos siempre me dijeron que no. Pero yo estoy seguro que desde que la tía Juana no volvió a los almuerzos, ellos disfrutaron de las reuniones mucho más, y me animo a decir que estuvieron más contentos también. A mí, la tía Juana me generaba una confusión inigualable. Bien merecido tenía algunos calificativos con los que se referían a ella y que a los más chicos nos hacían casi una imagen monstruosa de todo su ser. De eso ahora no tengo dudas. Agreta, malvada, demonio, se escuchaba vociferar a otras tías y algunas primas mayores mientras la tía Juana llegaba a las reuniones haciendo resonar con sus lentos pasos, el ruido seco de su bastón. Los varones de la casa la ignoraban sin siquiera mostrar un mínimo gesto de cordialidad. Sin embargo, y si bien no sentía por la tía Juana una atracción en extremo cariñosa, yo me acercaba a ella de modo agradable y respetuoso.
Si nos pedían a los niños que sirviésemos algo, yo le preguntaba a ella si quería. Cuando el fulbito con los primos se acercaba a la mesa de los grandes, pateaba la pelota bien lejos para que la tía Juana no recibiese ningún pelotazo. Me era ineludible su presencia. Tal vez, eran vanas formas que encontraba para devolver las atenciones que tenía para conmigo. Al llegar, siempre me tocaba la cabeza y me preguntaba cómo estaba, en los almuerzos me cubría para que probase el vermú que tomaban los adultos y en ocasiones especiales hasta me regalaba chocolates que yo luego probaba escondido en alguna habitación. Lo cierto es que a la tía Juana no la toleraba nadie y esto a mí me causaba un poco de lástima y ternura.
La tía Juana era una mujer de gran porte. De gran porte y volumen. Llamo a la obesidad que padecía como un aspecto cualitativo y característico de su fisonomía, pero no un motivo de burla pese a que así lo entendían algunos de los primos. Usaba unos zapatos muy chicos y unas medias de tela cortas que apretaban sus pantorrillas que parecían reventar. Ni observando detalladamente se encontraban sus rodillas. Es entendible que una vez que se sentaba, permaneciera ahí hasta que terminara la reunión. Como clavada a su sombra, pasaba horas comiendo y contestando a quien osara compartir una confidencia, una anécdota o un postre. Así, sentenciaba a juicio propio sobre temas de irrelevante trascendencia; que Sonia iba a morir solterona o que a Liliana, ese vestido a cuadros que usaba los domingos le quedaba ridículamente espantoso (incluso cuando a mí, me resultaba agradable), son pequeños ejemplos de lo afiladas que podían ser sus opiniones. No tardaban en llegar las peleas una vez que la tía Juana emitía su parecer. 
Los niños se mantienen al margen de ciertas discusiones absurdas que son propias de los adultos y esto me permitía sostener un vínculo afectivo con ella. La única cuestión que me enfrentaba a la tía Juana era su desprecio desmedido e injustificado por los chicatelles que preparaba Esther, una de sus cuñadas. Cada vez que se servían los chicatelles rezongaba por lo bajo o gruñía a viva voz que esa era una burda comida de pobres y que nuestra familia estaba condenada por tener que comer esas pastas berretas que eran lo peor de lo que se habían traído de Italia. Parecía no advertir que era alrededor de los chicatelles cuando toda la familia se reunía y el trabajo casi romántico que hacía Esther desde la madrugada, arrastrando uno a uno en la mesa espolvoreada de harina, los miles que se servirían en el almuerzo. No es exagerada esa cantidad ya que los chicatelles son similares a un gusanito de largo como el ancho de un pulgar y entran cientos en cada porción. Los días de chicatelles, generalmente domingos al mediodía, Esther cocinaba para una treintena de personas y así tocaba límite mi complicidad con la tía Juana. Para mí no hay ceremonia más digna de ser festejada que los almuerzos con strascinati, como le dicen en Italia. Y no afirmo esto por la reunión familiar o la tradición que íbamos aprendiendo sino por el sabor irrepetible de los chicatelles de Esther. Para la tía Juana era casi un castigo. Mi comprensión no basta para entender esto que le pasaba. Tampoco llegué a preguntarle por qué repudiaba tan vehementemente una comida que por lo menos era barata y permitía que comiese mucha gente, si era una posible alergia o tal vez algún mal recuerdo. Así y todo, bastante más que un motivo de rechazo conseguiría en el tercer domingo del mes de mayo del año 67.
El clima alegre del mediodía soleado lo cortó Constantino, un hermano de Esther, cuando contó que había cerrado la pollería donde trabajaba. Entre muchas preguntas y su explicación sobre un posible trabajo en un almacén, la tía Juana se explayó sobre lo tonto e inútil que era Constantino y sobre cómo seguramente sus hermanos iban a tener que mantenerlo. Esto devino en un abrumador griterío y un sinfín de discusiones que los más chicos presenciábamos desconcertados mientras esperábamos la comida. Un breve lapso de calma llegó cuando sirvieron los chicatelles. Duró poco, a los escasos minutos, cuando ni siquiera el vino se había volcado en los vasos, el silencio se interrumpió con unos ruidos guturales de la tía Juana. Al unísono, todos los cubiertos cayeron sobre la mesa y algunos tíos se pararon y fueron a su lado. La tía Juana abría la boca como queriendo hablar y su pecho daba unos saltos a ninguna parte. La tos era muda. Su piel comenzó a enrojecer, sus ojos se abrieron bien grandes y parecían querer escaparse de su cara, sus brazos, rígidos, sacudieron todo lo que había en la mesa. De un golpe fuerte desparramó la bandeja de chicatelles haciendo bailar la harina, los huevo y el tuco al son de la desesperación. Constantino golpeaba su espalda, mi primo Néstor la ventilaba y otros salieron a la calle a buscar un médico. Esther le quería dar agua pero era en vano. Las primas de mi edad, asustadas, se alejaban de la mesa. A mí, en cambio, me atrajo su oreja que parecía contraerse; quise acercarme observándola, suponiendo que algunos chicatelles le salían del orificio de su tímpano. Ahí nomás me corrieron de un sacudón pero pude ver cómo la tía Juana se quedó quieta. El color de su piel fue aclarando nuevamente, tanto que pude verla más blanca de lo que nunca la había visto.

Mención: "Clavo, que te clavo la escalera" de Franco Carbone Costa

Sucedió hace mucho tiempo, pero me acuerdo perfectamente. Nunca supe cuánta gente vivía en el edificio. Siempre me cruzaba a las mismas personas. 
Todos los días, casi religiosamente, nos encontrábamos en el ascensor a eso de las 06:45 Hs. el Sr. Peaks, que bajaba de alguno de los pisos más altos, la señora Viviana, que vestía pollera y camisa -incluso en invierno-, Naty con su mamá y la mochila carrito, el Sr. Amaya con el mameluco siempre manchado de pintura y el Sr. Rivero, un gordo que vestía zapatos negros y camisa a rayas con tiradores. Mi madre y yo subíamos en el quinto piso junto con Rivero. El ascensor era espacioso, entrábamos bien.
La rutina era más o menos la siguiente: Salíamos con mi madre del departamento y un segundo después aparecía Rivero, que, con cara de dormido, nos decía “buen día”, al tiempo que repasaba: “maletín, llaves, celular, los papeles de...”, mientras se palpaba. En eso, con un simpático “tin”, llegaba el ascensor y la puerta plateada se abría. Y ahí estaban: al fondo, el Sr. Peaks; al lado, la señora Viviana; unos centímetros más adelante, el Sr. Amaya; y, por último, Naty y su mamá. El Sr. Rivero, por cortesía o por costumbre, siempre nos dejaba pasar primero. A eso le seguían unos inaudibles saludos matinales. Pero -es cosa conocida- la continuidad de toda rutina pende de un hilo. 
Una mañana de invierno, después del receso escolar, sucedió algo extraño. 
Como todos los días, la puerta del ascensor se abrió en el quinto piso. El Sr. Rivero nos dio paso a mi madre y a mí y luego enfiló él, pero se detuvo súbito. Ahora, miraba el piso del ascensor, específicamente, la distancia que había entre los pies de mi madre y el borde del ascensor. “¿Qué pasa, olvidó algo?”, preguntó el Sr. Amaya. “No, es que... no entro”, dijo al fin el Sr. Rivero. Luego bajó la cabeza, esbozó una sonrisa triste y, mientras la puerta se cerraba sola, dijo “Bajen. Bajen. Voy por la escalera”. Adentro estábamos todos conmovidos. Mi madre puso en palabras lo que todos pensábamos: “Pobre... está gordo”. El único que no pareció darse cuenta de la situación fue el Sr. Peaks. Su expresión era siempre la misma, como si la vida pasara a un costado suyo. Por su parte, el Sr. Rivero no volvió a intentar usar el ascensor. Acaso por vergüenza, a partir de aquel día bajó por las escaleras. No obstante, tiempo después, sucedió algo que, de alguna manera, lo reivindicaba.
La puerta plateada se abrió en el quinto piso a eso de las 06:45 Hs. Mi madre me empujó adentro del ascensor mientras saludaba a la mamá de Naty y dio un paso hacia adelante pero, curiosamente, no había más lugar. “Bueno, bajo por la escalera”, resolvió ella sin darle importancia a lo sucedido. Aunque, recuerdo que aquel día, mientras íbamos a la escuela, me decía: “Seguro que es Viviana. Está cada día más redonda. No se cuida nada. Y además Naty con esa mochila gigante... Claro, cómo vamos a entrar”. Sea lo que fuere, lo cierto es que mi madre en el ascensor de las 06:45 Hs. no entró más. Por aquellos días, el Sr. Rivero llamó a los técnicos de ascensores, quienes revisaron la máquina con minuciosidad ante él y el portero. Pero el ascensor estaba en perfectas condiciones. No había nada que arreglar. El problema era espacial. Aquella tarde, cuando los técnicos se fueron, el portero miró a Rivero y Rivero al portero. Nadie dijo nada. A pesar de esto, a mí me resultaba cada vez más difícil hacerme lugar dentro del ascensor. 
Recuerdo que los últimos días que quise entrar tuve que empujar como quien quiere entrar al subte en hora pico. Hasta que cierta mañana, naturalmente, desistí: “Bajo por la escalera”. Y me di cuenta de que esta frase ya empezaba a tener la inexplicable omnipresencia que tiene la “canción del verano”. 
Conforme pasaron los días, por supuesto, la escalera se pobló. Al Sr. Rivero, a mi madre y a mí se nos unió, primero, el Sr. Amaya, luego, Naty con su mamá y, por último, Viviana, que lanzaba improperios al aire escalón tras escalón. No había nada que hacer, en el ascensor no había lugar para nadie. Bueno, para casi nadie. Recuerdo la primera mañana que nos encontramos los escaleros en la planta baja a eso de las 06:46 Hs. Nos detuvimos en el hall de entrada cuando escuchamos “tin” y miramos con recelo, o con bronca, la puerta plateada que se abría. Ahí estaba, impoluto, el Sr. Peaks. ¡Con decir que tenía lugar hasta para acomodarse la bufanda!
El Sr. Peaks dio un paso. Todos esperábamos que dijera algo o nos dirigiera algún gesto de compasión. Pero tal cosa nunca sucedió, ni ese día ni los sucesivos. El ascensorero dejó el edificio sin mirarnos siquiera, como si no existiéramos. 
Y pienso hoy, miren cómo son las cosas, que quizás era verdad, quizás no existíamos.

Mención: "La casilla" de Florencia Ricardi

Se aproxima hacia la hornalla y abandona la cacerola sobre ella; la llama violenta dilucida su cara apenas recubierta por una delgada capa de vello. Aunque Damián recuerda con una claridad casi perfecta que el primer tren pasa a las cinco y catorce a.m., prefiere mirar una última vez la planilla que Eduardo le había entregado antes de partir. La evocación de ese nombre lo sacude tímidamente; se concentra sin desearlo en el cuerpo fornido, los brazos ágiles, la voz seca. Aquel hombre tantas veces contemplado con furor, incluso con descaro, tantas veces diseccionado hasta el hartazgo con el pensamiento, seguía siendo quizás el mayor extraño. “Nunca me explicás nada” le había reprochado el día que le ofreció trabajar en la casilla. Eduardo no lo miraba, su atención se extendía hacia el exacto punto en que las vías se pierden en el horizonte.
Damián había asistido a ese extraño lugar sin haber arriesgado una suposición; ahora le parecía absurdo todo el asunto, los dos mudos en ese cuartucho minúsculo suspendido a cinco metros del suelo. “Podés traer tus cosas acá; ya sé que no se ve muy acogedor, pero cuenta con lo necesario para poder vivir.” ¿Por qué se empeñaba tan diligentemente en ayudarlo? ¿Y por qué él se había acostumbrado tan devotamente a ser ayudado? Eduardo se abocaba a explicar los quehaceres de un guardabarrera. Cada frase pronunciada en un tono grave y llano parecía esforzarse en eludir los potenciales matices de la voz; aún no lo miraba. Damián intentaba imaginar cómo una persona como Eduardo podría haber conseguido ese trabajo. Y sin embargo, ¿qué significaba decir “una persona como Eduardo”?
Una luz lo alarma, instintivamente consulta el reloj. El murmullo del rocío revela la vulnerabilidad de la madrugada. Un frío tenaz traspasa cada poro del recinto; los tibios recuerdos se deslizan como una manta sobre sus hombros. “¿No se te ocurre pensar que me gustaría saber qué estoy haciendo con mi vida?” Eduardo continuaba de espaldas, sorbía con lentitud su café negro. “Pensé que había quedado claro, Damián. La curiosidad destruye todo.” Siempre lo había castigado por buscar las palabras precisas, por enunciar, por intentar eludir el misterio. Con su indiferencia parecía sugerirle que ninguna cualidad se adivinaba detrás de frases pulposas. Era un afán que por mucho tiempo Damián había considerado valioso por su exigencia de materialidad, por su desapego a las formas vacuas, pero ahora, mientras entrecerraba lo ojos en busca de alguna luz insinuante del otro lado del cristal, ya no estaba tan seguro. Sólo lograba concentrarse en la nuca de Eduardo hundida en su campera de cuero. Faltan aún quince minutos para que pase el tren; el agua ya casi hierve. Retira la cacerola, aunque la hornalla permanece encendida. Mientras ceba el primer mate es arrastrado por el torbellino que lo conduce, indefectiblemente, hacia una hoja en blanco.
Es preciso deshacerse de la mirada acostumbrada con la cual examinamos a una persona cercana a nosotros. Mientras más creemos conocer a alguien, más perezosos nos volvemos al momento de apreciarla, y sólo nos volvemos capaces de distinguir aquello que nos confirma nuestra seguridad sobre el otro; todo lo demás permanece en la sombras. Es como si nuestra mente solo fuera permeable a los gestos, las actitudes, las palabras fácilmente reconocibles, y rechazara todo lo que pudiera desafiar la imagen que cobijamos como un talismán.
El tren pasa en nueve minutos; Eduardo nunca había hablado demasiado. Conservaba esa mirada opaca con la que creía elaborar un lenguaje único y transcendental. Pero ¿acaso podrían faltarle las palabras? ¿Qué expresaban realmente esos ojos pardos? Una envidiable confianza en su propia potencia. ¿Aunque era posible haber visto en ellos la terrible marca del escepticismo? La clase de escepticismo que diluye la sangre, que apaga el color de los objetos, y que nos entrega a la trampa de la circularidad de la acción. Eduardo siempre había estado en movimiento, y consecuentemente, parecía incapaz de gestar una raíz, o incluso, de detenerse. ¿Acaso sus actos tan limpios, tan cincelados, podían ser el burdo producto de una huida?
Mientras ceba su tercer mate, Damián recuerda una tarde perdida entre meses uniformes, ambos sentados ante la barra de un bar cercano al puerto. “¿Hay algo en el mundo que enserio pueda preocuparte?”. Era la primera frase con la que Damián se atrevía a quebrar el silencio que se asentaba a su alrededor junto al aplomo del crepúsculo. Eduardo se volteó para mirarlo y ensayó una extravagante mímica alzando el vaso casi vacío. “Tu error es creer que puedo decírtelo, como si estuviésemos hablando del sabor de este wiscky.” Eso fue lo último que dijo hasta la despedida; antes de echarse andar, Damián reptó hasta su oído y susurró con aspereza: “Siempre me resultó terriblemente irritante tu desconfianza en las palabras.”
¿A partir de qué gestos podemos crear un retrato genuino de una persona? ¿Es más cierto el instante de distracción, o la pose moldeada durante toda una vida de miedos? ¿Es necesario buscar la herida? El tren pasa en dos minutos. Damián se aproxima y abre la ventana empañada; el aire helado lo mantiene alerta. Espera el tren como quien aguarda una señal redentora. Quizás, secretamente, espera ver a Eduardo sentado en el asiento del conductor.

domingo, 17 de noviembre de 2019

Tropos 2019

Bases y condiciones del concurso:
1. Podrán participar del concurso literario lxs alumnxs y exalumnxs (egresadxs en los últimos diez años) de todos los departamentos del I.S.P. “Dr. Joaquín V. González.”.
2. El jurado de cada categoría estará integrado por dos docentes activxs y jubiladxs del Departamento de Lengua y Literatura y, este año, incorporaremos unx estudiante en cada categoría.
3. El concurso consta de dos categorías: cuento y poesía.
4. Cada participante podrá participar, con una obra inédita, solo en una de las categorías.
Cuento: Tema libre. Lengua castellana. Fuente Times New Roman, tamaño 12, interlineado 1,5. Extensión: hasta seis (6) carillas tamaño A4
Poesía: Tema libre. Lengua castellana. Fuente Times New Roman, tamaño 12, interlineado 1,5. Extensión: hasta dos (2) carillas tamaño A4.
5. Presentar el texto, firmado con seudónimo, en archivo .doc o .pdf y enviarlo por mail a la dirección que figura en estas bases. Aclarar, en el cuerpo del correo, nombre, apellido y datos de contacto. El asunto del correo debe llevar el nombre de la categoría en la que se presentará el texto (“Cuento” o “Poesía”).
6. Las obras se recibirán hasta el 30 de noviembre del 2019 a las 22:00. La sola participación en el concurso autoriza a lxs organizadores a publicar las obras presentadas en el blog del certamen, troposliterato.blogspot.com.
7. La presentación de una obra en este concurso implica la aceptación, por parte de lx autorx, de las presentes bases.
8. El jurado decidirá, para cada una de las categorías, dos menciones y un primer premio.
Contacto: troposliterato@gmail.com

viernes, 22 de diciembre de 2017

Cuentos y Poemas ganadores - 2017

Categoría Poesía




1er Premio: "Ayacucho", de Belén Durruty




Ayacucho


Boca de lobo,
le decían.
Solamente están
la presencia difusa
de dos personas
en la mano de enfrente
y los edificios
que amenazan con caerse.
Miramos nuestros pies
y no los encontramos,
como aquella vez que
los metimos en ese río
de agua turbia
que, según nos dijeron,
transportaba cianuro.
Pero esta vuelta
-y tampoco aquella, pienso-
hay nadie que pueda
advertirnos si
un pozo se nos avecina
o si corremos peligro
de perder un zapato
o si sale detrás nuestro...
¿Alguien?
No.
Por la avenida Córdoba
hasta los autos desaparecieron,
como nuestros pies.
Solo dejaron, de ellos,
unos cuantos faroles
fugaces que vienen
de a parejas.
Por la avenida Córdoba
hay algunas sombras
corriendo
para un lado y para el otro.
Algunas hacen señas
desesperadas para que
paren los colectivos
donde sea,
como si fuera
el último
día
de nuestras vidas.
Cuerpos oscuros
corren de acá para allá
escapando de algún
perseguidor oculto,
pero ¿quién está en estas calles?
Los faroles se fueron,
esta noche.
Pensaron –me imagino-
“Que se arreglen solos,
a ver si pueden.”
La salida está por allá
-faltaría que pongan el cartel
y la flecha-
a unas cuadras
donde se divisa
un bar pintado de blanco,
luminoso, radiante.
Varias sombras
se acercan
y se acobijan,
como pueden,
en su puerta.


Mención: "Anecdótico" de Florencia Costales



Anecdótico


I
Hay que arreglarse
hay que corregirse
hay que aliñarse
la cara,
Hay que mirarse y agotar
el espejo,
y se toca, se gira,
la crema se desliza por el plástico,
se calientan y enfrían las manos,
se vuelve una prótesis.
Me empasto de nuevo,
el barro el barro,
el barro se confunde entre huellas gastadas,
me retuerzo las mejillas y aprieto los poros,
y los puntos
y la carne
pinto pinto y pinto y la cerámica me exige
y prenso el tiempo como una imprudente,
quedo como una vasija
dispuesta a caerse
rehén de la circunstancia.

II
Me convenzo que la tarea está finalizada
intento levantar la mirada, acomodar el mentón
y con el cuerpo enderezado
me creo un triunfo, ingenuo despojo
Entre coreografías arrojo y desprecio telas
hasta enfundarme
la piel minuciosamente seleccionada
para negar esta humillación

III
Una mancha de yeso
que intenta tachar
la hendidura
toma la forma
de mi dedo
y funde seco
cada relieve.
En su fina abrasión
la hago propia
como un rayo de sol
que no pide permiso
entre las cortinas.
La raspo y la acaricio
pero la piedra no
es piedra
Es gota fría
de tormenta,
tinta azul que
se revienta
cartucho de pluma
que se extiende
por el ramaje
de mi sangre,
arpillería de acuarela.


Mención: "Mitad", de Teresa Noemí Gerez



MITAD

Esto de andar partida
en dos
y vivir con la mitad
de los ojos
la parte izquierda
o derecha
según la ocasión
Esto de caminar con un solo pie
una sola pierna
de despertar a medias
de este lado de la vigilia-sueño
                    es
la más dolorosa y bella
ración
de algo así llamado amor
Ser la mitad de otro
en estos tiempos
en los que todas
queremos ser “nosotras mismas”
una sola
e independientes

No se trata de un doble
o alter ego
Tal vez sí?
Peor
Es “la mitad”

Se imaginan ustedes
ver
caminar
la mitad de
una mujer?





Jurado: Enrique Foffani, Pablo Martínez Gramuglia, Edgado Pígoli, Elisa Salzmann.



Categoría Cuento




1er Premio: "Sobre cómo los mortales hallaron la muerte, o Viceversa", de Federico Arroyo



Sobre Cómo Los Mortales Hallaron La Muerte, O Viceversa

"La muerte es algo que no debemos temer porque, 
mientras somos, la muerte no es y cuando la muerte es, 
nosotros no somos".

Antonio Machado


-Está muerta. - Dijo alguien que no alcanzó a ver. Un enredo de bultos se entrelazaba entre Oriol y el espectáculo. Todo tipo de comentarios y gritos se expandían como ondas desde la otra punta del vagón, que iban desde “déjenle espacio”, “llamen a un médico”, “esta sobreactuando”, “desvístanla” e incluso el de “está muerta”.

Las cabezas se movían de un lado a otro para intentar ver algo de aquella tragedia. Pero la suya permanecía inmóvil. Solo se dedicaba a recaudar los comentarios que cada vez se volvían más oscuros. Incluso la luz del vagón parecía apagarse, como si el tren pasara por debajo de esos túneles infinitos, que desde afuera parecen tragárselo con una furia hambrienta, indisimulada. Como si las sombras quisieran tomar el control. Cerró el periódico derrotado. Afuera el sol brillaba en la hora más dramática del mediodía, ese momento del día en que la frente se llena de vergonzoso sudor, y los antebrazos descubiertos se vuelven enrojecidos, calientes. Quizás todo estaba pasando en su cabeza. Quizás era un sueño escurridizo de las siestas ferroviarias. El tren parecía acelerarse, y la temperatura bajaba. ¿Qué, de todo eso, era real?

Con el periódico bajo el brazo, Oriol se levantó de su asiento, y se dirigió hacia el ovillo de personas luchando contra los sacudones violentos que intentaban impedirle el paso. Un viejo rezando a su derecha y una joven dormida más adelante parecían estar ajenos a todo. Los murmullos ascendían en oleadas a medida que se acercaba. Cuando estuvo más cerca, inevitablemente, su cabeza comenzó a pendular en busca de respuestas, junto a las demás. Parecía imposible. Una mujer de sombrero de paja, y vestido naranja le dijo al oído mientras se colocaba un abrigo, que la otra no resistió el viaje. Resistir, pensó. Intentó avanzar unos metros más amoldándose a los huecos que los bultos dejaban, huecos que funcionaban como pulmones a punto de colapsar por la falta de aire, y de aquel exceso de tensión.

Logró divisar, sobre el pelo trenzado de una niña muy rubia que comía una banana y observaba cual cinéfilo la penosa función, a un hombre de saco gris arrodillado con ambas manos sobre un cuerpo inerte. Una masa amarilla se hallaba inmóvil en el suelo del vagón.

Los cuchicheos se volvían más intensos desde esa cercanía, pero Oriol ya no los escuchaba. Está muerta, volvió a decir el hombre de saco. Las sombras terminaron de apoderarse del vagón. El tren estaba a unos minutos de la próxima estación.

Una angustiosa sensación le cerraba el pecho, se lo oprimía por completo. Ahora sí, escuchaba los gritos. Las luces titilaban como si anunciaran la llegada del clímax de la obra teatral. Oriol, mientras, seguía sin saber si estaba despierto. De pronto, las sombras se disiparon como si algo las asustara y las hiciera huir por las rendijas de puertas y ventanas. El silencio era ahora el que conducía el tren. Ni los cuchicheos, ni el masticar de la niña, ni el rezar del viejo, ni los ronquidos de la joven, ni el andar sobre las vías, ni los cantos de los pájaros que logró divisar por las ventanas se oían ya.

Los pasajeros asustados, desarmaron el gran revoltijo de curiosidad. La señora del sombrero comenzó a gritar. Una mancha amarilla, crecía sobre la pollera de su vestido, como si una lapicera de pluma descargara su tinta sobre el papel. Crecía tan rápido, que en unos segundos su vestido naranja dejó de ser naranja, al igual que el moño de seda que envolvía su sombrero. Un joven notó que su camiseta de franjas de colores también sufría la misma transformación. El silencio fue ahogado por la histeria.

Oriol se miró a sí mismo, buscando algún rastro de aquel misterioso amarillo amenazador. No encontró nada. Pero a su alrededor, todos eran atacados por esta fuerza extrañamente bella y colorida. Se iba perdiendo el contraste entre la masa inerte del suelo y los demás. El hombre del saco gris parecía disfrutar el show. Se divertía buscando manchas en los demás, que corrían tan escandalosamente de un lado al otro que parecía que el vagón iba a descarrillar. Los contaba. Se ría. Pero un golpe de suerte —para el malevo color, no para él—, hizo que el botón de la manga derecha de su saco, se transformara. Su risa desapareció lentamente como el rocío sobre los girasoles después del amanecer. Enloquecido, se dirigió a la puerta y comenzó a golpear, patalear como un niño caprichoso.

Oriol, después de todo lo que había sucedido, aún con el periódico bajo el brazo y sin manchas sobre él, se acomodó en el primer asiento que tuvo a mano. A su lado, la niña rubia perecía ya con su cabeza apoyada sobre el cristal de la ventana y la cascara de la banana se perdía entre la falda de su vestido. Apoyó su cabeza sobre el respaldo, respiró suavemente. El tren comenzaba a bajar la velocidad, y por la ventana se veían pequeñas casas. Afuera del tren, el aire caliente se divisaba sobre los techos. Adentro, los gritos disminuían. Prefirió no pensar por qué.

Finalmente, el tren llegó a la estación, y las puertas maltratadas por las personas asustadas, se abrieron. Era una carrera. Se pasaban por encima, pisaban a las masas tendidas en el suelo. Todos salían disparados por donde podían, como las ratas que huyen por las vías cuando sienten las vibraciones del tren, temerosas ante una posible muerte. Algunos no lograban llegar a salir de la estación, ya que caían muertos en el intento.

Abrió el diario para continuar con su lectura. Y al mirar hacia abajo, divisó lo peor. La mancha amarilla, majestuosa, se deslizaba por su pierna izquierda como una serpiente que mostraba sus afilados colmillos. Sonó la chicharra, y las puertas volvieron a cerrarse. Leyó uno de los titulares del diario, sonrió y dijo: Al final, todos lo estamos. Y el tren continuó su camino.


Mención: "Sin rueditas", de María Florencia Penén Ramírez




Sin rueditas


Cuando apareció un señor con barba de cotillón y una vestimenta que no era compatible con el calor de esos días, desubicado en ese patio con ventilador y pileta de lona, decidió, como se decide a los cinco años, aceptar y sostener el pacto ficcional. Como se decide a los cinco años, es decir, imaginó posibilidades fantásticas, maravillosas y alguna que incluía extraterrestres y ciencia, y finalmente, tejió una teoría aceptable.

Su hermana le había explicado con una pelota de telgopor y una linterna la rotación de la tierra porque lo acababa de aprender en cuarto grado en el colegio de las monjas, y le parecía un saber fundamental que debía transmitirle. Julia había entendido, como se entiende a los cinco años. Entonces sí era posible, todavía, explicar la existencia de un personaje generoso que recorriera el planeta, incluidos los suburbios de Morón, a la velocidad de la luz, pues husos horarios y movimientos planetarios lo permitían. La franja de piel entre el gorro y los rulos blancos de plástico de su barba, se parecía demasiado a la de su papá, como señaló a su hermana mayor, pero era verdad que muchos señores se parecían a él.

Julia creía que por las noches no dormía. Estaba segura de que no podía dormir. Las noches pasaban lentas, larguísimas, y cuando llegaba la mañana recordaba las vigilias de aburrimiento y de avistaje de formas amenazantes en los percheros y placares. Pero no recordaba el descanso ni el abrigo de las frazadas ni el placer de dormir. Por eso, creía que no dormía. Julia se explicaba a sí misma ciertos fenómenos, generaba hipótesis, presentaba pruebas irrefutables y relatos que unían los hechos en relaciones de causa consecuencia, infalibles. 

Como son los relatos a los cinco años. Infalibles. Indestructibles. Las fábulas, las parábolas, el títere da la seño que no era un títere, que estaba animado realmente, pegado a su mano, y que no tenía la voz de la seño Susana sino palabras y vida propias. Los payasos, que no eran personas maquilladas, sino seres que amanecían y envejecían con boca roja, chistes, malabares y pelos de colores. La catequesis de preescolar era indestructible también. Llegaba a casa con una metralleta de preguntas que entre su hermana y su abuela se encargaban de rechazar, evadir, contestar y completar con ejemplos y mitos fabulosos. Se apoyaban en libros con ilustraciones increíbles, y era evidente que si estaba en un libro tenía que ser verdad.

Seguramente los gritos, los llantos sordos, los tironeos y los resbalones que venían de la cocina tenían que tener también su explicación, pero nunca quiso preguntar. Una vez sus papás se pusieron a gritar en medio de una autopista, y su mamá se bajó del auto con Julia y su hermana. Hubo una historia que explicó ese suceso, que quedó guardada en su memoria, aunque no recordaba cómo habían vuelto a casa.

Un día quiso aprender a andar en bicicleta. Su papá y su hermana prometieron enseñarle. Levantaron un poco una de las rueditas, la acompañaron en la entrada del auto, en bajada, corrieron por la calle guiándola. Con alguno de ellos a su lado, había momentos en que sentía la magia de estar en el aire. Pero esa euforia y esa libertad no duraban más que unos segundos.

Pasó unos días en la casa de sus tíos en General Rodríguez. Ahí, el gran parque y las calles tranquilas que rodeaban la quintita eran el espacio ideal para aprender. Y allí aprendería. Después de todo, se había propuesto aprender a leer y lo había logrado, insistiendo a todos para que la ayudaran a unir letras y sonidos, para que le repitieran palabras que señalaba en carteles. Pero esa vez no funcionó. El mal tiempo y unos raspones la alejaron de su objetivo, pero sólo temporalmente.

Descubrió, después de unas minuciosas mediciones, que el problema era la bicicleta. Ya había quedado muy chica para ella, que crecía todos los días, como le decía su mamá. Convenció a todos de que necesitaba una nueva, insistió con gritos y llantos, y el verano siguiente un Papá Noel extra abrigado trajo una rosa y fucsia, reluciente, con canasto y sí, con un hermoso par de rueditas, que todavía necesitaba para aprender a independizarse de ellas.

Fue agregando los accesorios necesarios para convertirla en una nave eficiente y poderosa. Un ojito de plástico rojo sobre la rueda trasera, que refulgía en la oscuridad. Una bocina para que te dejaran pasar si la apretabas, una alforja indispensable. 

Julia elaboró un relato para elfuturo en el cual ella aprendía a andar en bicicleta antes de empezar primer grado, que era su papá el que le enseñaba, que iba a andar por su cuadra ese mismo verano. Que contaba eso a sus compañeros el primer día de escuela. Como pronto sería realidad, fue practicando las frases, los silencios con suspenso, el desenlace de la historia. Pero las ausencias cada vez más largas de su padre se fueron extendiendo todo el verano. 

-Tu hermana te va a ayudar, es muy fácil, finalmente vas a aprender sola –le dijo su mamá retorciendo un repasador-. Cuando papá vuelva de pescar le mostrás cómo te sale. Sólo tenés que animarte. 

Cuando febrero trajo esas interminables semanas de lluvia, y las noches de aburrimiento se volvieron largas crisis de llanto y pataleos, la bicicleta empezó a pasar muchos más días como decoración en el jardín delantero que como vehículo. Los relatos de la pesca primero, del viaje de trabajo después, de la visita a los tíos de Uruguay, iban haciéndose más débiles. Ni su hermana ni su mamá eran muy buenas para explicar las historias. La verosimilitud flaqueaba cuando las agarraba por separado, hacía preguntas, registraba la información, acumulaba discordancias. La abuela directamente cambiaba de tema o la ignoraba. Su papá tenía que enseñarle a andar en bicicleta, qué otra cosa más importante tendría que hacer. Sin embargo, nunca le habían mentido. Siempre le habían explicado el mundo con sabiduría y lógica. 

Fueron a comprar una pluma, cuadernos y un uniforme nuevo, y Julia todavía no había podido completar la gran historia que quería contar a sus compañeros el primer día de clases. 

Entonces, una mañana soleada y fresca después de una fuerte tormenta eléctrica, decidió que tendría que arreglárselas sola. Que, como decía su mamá, quizá la única manera de aprender era animarse. Era muy temprano, se levantó más temprano que nunca. Al llegar a la cocina vio a su papá. Se ilusionó, lo abrazó gritando algo de ir a la escuela y de aprender a andar en bici sin rueditas. 

Estaban los dos ahí, como otras mañanas, su mamá y su papá, con la bandeja del mate. Hablaban en dos muy baja. Los dos estaban llorando. Mamá con mocos y un poco de hipo que trataba de controlar. Papá silenciosamente, como si le cayera agua de lluvia. La hermana más grande estaba sentada en la silla del rincón, con los ojos rojos y rodeando las rodillas con sus brazos. Pero todo eso lo vio después del abrazo, la corrida y los gritos, después de la emoción y la alegría, y se sintió un poco tonta, y también muy sola, porque era la única a la que le faltaba una parte de la historia. “Julia, papá no va a poder llevarte mañana a la escuela sabés, tiene que hacer un viaje muy largo, consiguió un trabajo muy importante, es lejos, pero pronto va a venir a visitarte.”



Tenía muchas preguntas, quería explicaciones y un relato con personajes, roles y conflictos por resolver. Iba a preguntar por sus lecciones de bicicleta para empezar, pero no le salió ningún sonido de la piedra que se le había formado en la garganta, y corrió a su cuarto, que estaba a tres metros nomás, como si eso pudiera apagar las voces, desaparecer la habitación contigua. No sabía qué pasaba, pero decidió que era la primera historia que no creería. Pensó que tal vez todas las otras también eran mentira.


Mención: "La forma de un corazón", de Juan Cruz Bergondi




LA FORMA DE UN CORAZÓN

Es un día hermoso. Hay sol, viento, y el cielo está despejado. Tengo que agradecer, piensa N., que hay sol y el cielo está despejado. Mi mamá insistió toda su vida para que fuese una mujer agradecida, porque nunca me faltó nada. Para muchos, como están las cosas, es difícil ir a la playa. Que tu marido te lleve a la playa para disfrutar, lejos, el fin de semana, es como mínimo un lujo. Qué decir si vamos el jueves para aprovechar un día más. Para muchos, por más que se rompan el lomo durante el día, el descanso siempre es una promesa. Ella no trabaja pero necesita estos días en paz. No trabajo, y así y todo puedo pensar en mí. Y en Rubén, claro. Podría pasar el resto de mi vida frente al mar. N., los ojos cerrados, el asiento inclinado hacia atrás, advierte que golpean el vidrio del automóvil. Un joven la llama. El rostro anguloso, el cabello corto, los lentes de sol. Intenta maniobrar el miedo y con el dedo índice dice que no. Revisa la guantera. Dice no tengo nada. El joven golpea de nuevo. Encuentra un sobre negro con los papeles, un atado de cigarrillos y un cuaderno de hojas rayadas. Una boca roja en una servilleta blanca adentro del cuaderno. El joven golpea de nuevo. Es un día hermoso. Hoy se despertó temprano, ya hace tiempo no necesita alarmas. Puso un mate en silencio y se sentó a la mesa de la cocina. Mientras hacía una lista de las cosas que le gustaría para este fin de semana en la costa, escuchó, en la habitación, a Rubén. Aunque tiene los dientes amarillos, la sonrisa de Rubén es encantadora. Pensó que, después de todo, debía estar agradecida. La vida, para él, no fue fácil. La madre murió cuando tenía cinco años, y como el padre no estaba preparado, su abuela lo crió. La mamá de la mamá. Trabaja desde muy chico y a los dieciocho se casó con su primera novia. Pocos meses después, la abuela murió. Rubén siempre dice que fue la gran pérdida de su vida. N., la primera vez que lo escuchó, se puso a llorar. Y siempre que Rubén lo cuenta, cuando llega al momento en que su abuela murió, N. llora, no sabe si porque lo cuenta muy bien o porque ella tiene facilidad para escuchar en imágenes. El joven se va. Le dice algo, pero N. no sabe qué. Piensa que no debe bajar el vidrio. ¿Le gritó? La gente, en la calle, está muy violenta. No todos tienen mi misma suerte. Pero tampoco valoran nada. Mi mamá diría que, pase lo que pase, algo bueno se puede rescatar. Cuándo volvería Rubén. Antes de ir a la habitación, N. preparó, en una bandeja, un vaso con jugo de naranja exprimido, un vaso con agua y limón, un plato con tostadas recién hechas y un frasco de mermelada de tomate: su favorita. Vació el mate y puso otra vez la pava. Mientras se calentaba el agua, le llevó a Rubén el desayuno. Buenos días, dormilón. La sonrisa de Clark Gable. Un bocinazo. En el espejo retrovisor, N. advierte un Fiat Uno azul. Está estacionado y quiere salir. Un hombre toca la bocina sentado en el interior. Si puede salir, ¿qué quiere? Se confabulan, piensa. Pareciera que alguien les pagó. El universo todo se pone en su contra. Y no puede, sola, bajarse. Tiene que esperar. Esta parada es la última antes de un viaje sin interrupciones a Mar del Plata. El Fiat Uno azul arranca, y cuando pasa junto a ella, el hombre baja el vidrio y grita. N. no alcanza a oír y, con señas, por las dudas, dice que no. N. dice no escucho. El hombre acelera. El joven vuelve y golpea el vidrio. N. piensa que querrá unas monedas, pero, si se arriesga a bajar el vidrio, podría perder el control. En segundos podría ocurrir un desastre, bastan segundos para que el joven, si sabe cómo, la manipule y la obligue a bajar, o la obligue a hacerlo entrar y haya un forcejeo. Tiene miedo a que la secuestren. Pueden secuestrarte a cualquier edad, y no importa quién seas, si tenés o no dinero. Yo creo que la policía sabe quiénes son, y los del gobierno también saben, pero el mundo está planteado así, y si alguien los delatara, perderían el control de su mundo. Sabe que el joven es un delincuente. Cuándo volvería Rubén. La calle se empieza a desbandar. Después del primer mate, Rubén le dijo que estuvo pensando. La noche anterior fue crítica. Nunca, en estos años, pelearon al punto de que N. revoleara el teléfono contra la pared. Te vas, le dijo. No me importa adónde, pero te vas. El teléfono se reventó. Estuve pensando, dijo Rubén, deseo esto, la vida que llevamos juntos. N. pensó si era Clark Gable o George Clooney. En todo caso puede ser los dos. N. dijo quiero que la dejes hoy. Hubo, entonces, silencio. Quiero que vayas a la casa y la dejes. Yo te voy a acompañar. Y después, nos vamos a ir a Mar del Plata y no se vuelve a hablar del tema. Quiero que la dejes y que no esté en tu obra. No sé cómo vas a hacer, o que no esté o no la hagas. Rubén comió el desayuno, pero enseguida tuvo que ir al baño. Sentía un dolor fuerte. Ahora mismo ella debe suplicarle que no la deje. Mejor aún. N. piensa que la puta debe suplicarle que no la eche de la obra. Porque, está segura, en el fondo, no lo ama. Quién, como N., lo amaría. Quién escucharía con atención la historia de la madre muerta, de la abuela muerta, de la esposa muerta y el padre vivo en algún pueblito perdido del interior de Buenos Aires. N. y Rubén se conocieron en un taller de teatro dictado por Jaime Kogan. Rubén, cuando la conoció, estaba casado. N., cuando lo conoció, se sorprendió, primero, por su carácter, y segundo por su fuerza de voluntad. A pesar de lo que había sufrido, Rubén viajó a Buenos Aires para sobrevivir. En Dolores vivía Susana, la esposa, con sus tres hijos. El interés de N. por el teatro no pasó del taller, pero encontró, por fin, en el taller, a su galán. Cuando quiero algo, lo consigo. Te vi, te quise desde que te vi, y nos casamos. En un principio no fue fácil. Rubén es un buen padre y, aunque ya no quisiera a Susana, le importaban sus hijos y la respetó. Trabajaba, en la semana, en una carnicería allá en Dolores, y el sábado encontraba excusa para viajar a Buenos Aires, aquí está el teatro, les decía, y yo me quiero dedicar. Yo quiero actuar, Susana. Y le pidió el divorcio. Cuando los hijos crecieron pasaron por el período en que no le perdonaban a Rubén que hubiese abandonado a la madre con arteriosclerosis. Querés que te diga algo, le dijo a N. su mamá, todos los chicos se enojan con los padres. Con vos tuve suerte, claro, porque te enseñé a ser agradecida. Tampoco le perdonaban que haya sobrevivido al dolor, y de la mano de otra mujer. Nosotros respetamos a Susana. Yo no soy una mujer cualquiera. Por un lado, N. quiere bajar el vidrio para tirar la servilleta blanca, y por otro, tiene miedo. Encerrada en el automóvil con la servilleta blanca es estar, cara a cara, con la amante de Rubén. Allí no tiene escapatoria. Están juntas en un espacio mínimo, lo más parecido a un duelo que alguna vez vivió. ¿Va a dejarse amedrentar? Leyó que la boca perfecta era resultado de una proporción. Al fin, piensa, todo son proporciones, como cuando estudiás arte y las cosas se reducen al número de oro. Cree que en la boca el labio inferior tiene que ser dos veces el superior, o algo así, no recuerda bien. En todo caso la boca de esta chica es un mamarracho. Lo que más le duele a N. es pensar que Rubén es un hombre común. Si lo había considerado un artista con talento desparejo y de gran observación, ahora es también un mamarracho, un producto atravesado por normas, presiones y fantasías. Va a bajar el vidrio. Está desesperada. N. piensa que poder recordar nombres y apellidos sin proponérselo es un don maldito. Su nombre es Carolina. Tiene diez años más que Rubén y una carrera hecha de sombras. Algunos pocos la conocen en el medio y la crítica, cuando la vio, aunque casi nunca la vieron, le ensalzó la espontaneidad. Hablaron de la dulzura en su voz. Conoció a Rubén en una audición, se la había recomendado otro director, un amigo, que hacía tiempo había trabajado con ella en una obra de Berkoff. Un policía golpea el vidrio. Qué suerte oficial. Hay un joven, a ver, ahora no lo encuentro, pero debe estar por acá, que me quiere robar. Ya insistió varias veces. Yo espero a mi marido que está en el edificio aquél. Al tiempo en que se vuelve, sobre su asiento, para señalarle, atrás, al policía, cuál es el edificio, advierte una muchedumbre reunida en la calle. Señora, ha ocurrido un accidente y necesitamos despejar la zona. ¿Un accidente? Le pedimos que estacione el coche en otro lugar. Vuelve a subir el vidrio y abre la puerta. Deja las llaves junto al volante. La muchedumbre reunida en la puerta del edificio. Por lo que alcanza a ver, un cuerpo desnudo boca abajo yace en el suelo. ¿Qué pasó? Un hombre calvo, con bigotes, dice se tiró. N. piensa en la escena de un crimen. Ella es Scarlet O’Hara. Por los ojos azules, la boca pequeña. Y porque tiene a su galán. N. había dicho vayámonos a Mar del Plata. Rubén se incorporó de la cama, la buscó en el baño, abrió la puerta y le dijo es un día hermoso, hay sol y viento. Mirá cómo está el cielo. Voy a cancelar el ensayo de hoy. Vos primero vas a dejarla, yo te voy a acompañar. A la gente le gusta el morbo. El hall del edificio tiene un espejo grande y está todo decorado, hay un sillón y una lámpara de pie. Están evacuando. N. quiere irse, pero dejó las llaves en el auto. Empieza, despacio, a caminar. Es una suerte que se haya puesto ropa cómoda para el viaje. Ojalá a Rubén le vaya bien con la obra. Una versión que adaptó de Panorama desde el puente en la que el personaje de Eddie Carbone es en realidad una mujer. El día de la audición de Carolina, Rubén volvió a casa contento de haber encontrado al personaje. Es perfecta, le dijo.



Jurado: Sergio Frugoni, Emiliano Orlante, Andrea Sabarís García


miércoles, 1 de noviembre de 2017

Tropos Literato 2017




Bases y condiciones:
1. Podrán participar del concurso literario los alumnos y ex alumnos (egresados en los últimos diez años) de todos los departamentos del I.S.P. “Dr. Joaquín V. González”.
2. El jurado de cada categoría estará integrado por tres docentes del Departamento de Lengua y Literatura. En caso de que no se pudiera conformar un jurado de estas características, los organizadores podrán convocar a otras personas que cuenten con reconocimiento dentro del ámbito específico.
3. El concurso consta de dos categorías: cuento y poesía.
4. Cada participante podrá participar, con una obra inédita, en una de las categorías.
Cuento: Tema libre. Lengua castellana. Fuente Times New Roman, tamaño 12, interlineado 1,5. Extensión: hasta seis (6) carillas tamaño A4
Poesía: Tema libre. Lengua castellana. Fuente Times New Roman, tamaño 12, interlineado 1,5. Extensión: hasta dos (2) carillas tamaño A4.
5. Presentar el texto, firmado con seudónimo, en archivo .doc o .pdf y enviarlo por mail a la dirección que figura en estas bases. Aclarar, en el cuerpo del correo, nombre, apellido y datos de contacto. El asunto del correo debe llevar el nombre de la categoría en la que se presentará el texto ("Cuento" o "Poesía").
6. Las obras se recibirán hasta el 23 de noviembre del 2017 a las 22:00 hs. La sola participación en el concurso autoriza a los organizadores a publicar las obras presentadas en el blog del certamen, troposliterato.blogspot.com.
7. La presentación de una obra en este concurso implica la aceptación, por parte del autor, de las presentes bases.
8. El jurado decidirá, para cada una de las categorías, dos menciones y un primer premio.
http://www.troposliterato.blogspot.com
Contacto: troposliterato@gmail.com

jueves, 29 de diciembre de 2016

Cuentos y Poemas ganadores - 2016

Categoría Poesía


1er premio: "Arroyo Sarandí" de Carlos Sampedro

Mención: "Cobardes" de Fernando Berton 


Jurado: Cecilia Eraso, Emiliano Orlante y Elisa Salzmann


Categoría Cuento


1er premio: "Snorkel" de Eva Bisceglia



Mención: "El padre" de Anabella Azpeitia

Usted sabe, Roa. Los años pasan y los recuerdos comienzan a acumularse llegando al punto de sofocarnos. Frente al sutil estrangulamiento, no queda más que liberarlos. Sepa que no me es grato confesarle mis sufrimientos, pero usted sabrá hacer con ellos lo que mejor considere. Ya no me quedan hijos. El que tenía me fue arrebatado, súbitamente como me fue otorgado. La vida tiene esas cosas, da esas vueltas que resultan inexplicables.

El padre” es una reescritura en versión libre del cuento "El baldío", de Roa Bastos, al que rinde homenaje en esa segunda persona, Roa, a quien el narrador cuenta su historia. El relato crea un marco detallado e interesante para la historia y transformándola totalmente mediante el recurso de la duplicación de la relación padre-hijo, por un lado, y el de la pérdida del "hijo" encontrado, por el otro. Ambos se entroncan de manera consistente con las características elegidas para delinear al protagonista: un sujeto que vive de la ilegalidad y que en cualquier momento puede ganarlo o perderlo todo, porque está acostumbrado a no tener nada. Encontramos un texto "clásico y moderno" al mismo tiempo: clásico por los recursos y moderno por la temática, pensada desde lo local, pero absolutamente ligada a los sectores desfavorecidos de cualquier lugar del mundo, del siglo pasado a la actualidad.



Mención: "Clarita" de Leandro Montaña 

Clarita los veía subir desde su balcón. Eran como pequeños pajaritos transparentes, o más bien como fragmentos de ese papel con el que nos limpiamos la nariz. Pasaban en bandada a veces, otras eran dos o tres los que subían, y también estaban los días en que no pasaba ninguno.

Clarita” es un relato imbuido de una mirada infantil, asombrada, que se abre en el inicio y la lleva en un impecable derrotero hasta el final. Su narrador focaliza en los personajes de Clarita y Briana y, en cierto modo, las aúna. Escuchamos sus voces, pero también las de los "chismosos" del barrio, mediante un uso sugerente del discurso indirecto libre. El relato ingresa al fantástico sin altisonancias, con naturalidad, forzando los límites sin buscar la sorpresa fácil y diluyendo las fronteras entre las miradas subjetivas y el mundo real y concreto que efectivamente habitan los personajes. 

Jurado: María Eugenia Alcatena, Silvina Chauvín y Cecilia Magadán